El Mictlán, el inframundo en la mitología mexica, es uno de los conceptos más fascinantes y complejos de la cosmovisión prehispánica. Este lugar místico, destinado a las almas de quienes fallecían por causas naturales, representaba el destino final de un arduo recorrido, no una condena, sino una prueba de resistencia y perseverancia en el ciclo eterno de la vida y la muerte.

 

En la tradición mexica, el Mictlán era gobernado por Mictlantecuhtli, el dios de la muerte, y su esposa Mictecacíhuatl, conocida como la “Dama de la Muerte.” Esta pareja divina presidía el inframundo desde sus sombríos dominios, donde velaban por el cumplimiento del viaje de cada alma.

 

El viaje de las almas en la cosmovisión mexica

 

El Mictlán constaba de nueve niveles, cada uno con desafíos simbólicos y físicos que el alma debía superar en un proceso de cuatro años. Entre los obstáculos que enfrentaban estaban montañas que se golpeaban entre sí, intensos vientos helados que cortaban la piel y un río de aguas turbulentas, conocido como el Apanohuaia. Este río era uno de los retos más difíciles del recorrido y, según la tradición, solo podía cruzarse con la ayuda de un xoloitzcuintle, el perro mexicano sin pelo, que acompañaba y guiaba a las almas en su travesía.

 

La preparación para este viaje era fundamental. Al fallecer, los mexicas realizaban ceremonias que incluían ofrendas como comida, agua, y a veces, figuras de xoloitzcuintle. Este ritual aseguraba que el difunto contara con la ayuda necesaria para su tránsito hacia el descanso final.

 

Esta visión de la muerte y el más allá reflejaba una profunda conexión con el ciclo de la vida y la muerte, que los mexicas consideraban un proceso natural y continuo. La creencia en el Mictlán es, de hecho, una de las bases fundamentales de la celebración del Día de Muertos, una tradición que ha evolucionado a lo largo de los siglos, fusionando elementos prehispánicos y católicos.